Primera Iglesia Bautista Fundamental Independiente de Cuajimalpa.
  Jesús ante Herodes
 

El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Nuestro Señor ante Herodes

 

Sermón predicado la mañana del domingo 19 de febrero, 1882

por Charles Haddon Spurgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.

"Herodes, viendo a Jesús, se alegró mucho, porque hacía tiempo que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal. Y le hacía muchas preguntas, pero él nada le respondió." Lucas 23: 8, 9.
Después de que Pilato les hubo declarado a los principales sacerdotes y a los escribas que no hallaba ningún delito en Jesús, ellos temieron que su víctima escapara, y por eso su furia se alzó hasta un grado extremo, y porfiaron con mayor insistencia contra Él. En el curso de sus gritos hicieron mención de la palabra "Galilea", esforzándose excesivamente, según me parece, para introducir a la fuerza esa palabra: "Alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí."

Galilea era una región tenida en gran desprecio, y mencionaron ese nombre con la intención de denigrar a nuestro Señor, como si se tratase de un rústico campesino que pertenecía a los seres ordinarios de Galilea. Ellos pensaban que para Pilato, la mención de ese nombre haría las veces, tal vez, del proverbial paño rojo con el que se lidia a un enfurecido toro, pues guardaban la impresión de que Pilato había sido inquietado por personas sediciosas provenientes de aquella provincia. Todos nosotros recordamos que eran galileos aquellos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos. Los galileos tenían una reputación de ser individuos ignorantes, inclinados al descarrío tras impostores, y eran tan entusiastas, que arriesgaban sus vidas contra los romanos. Los sacerdotes no sólo querían arrojar menosprecio sobre Jesús, a quien acostumbraban llamar 'el galileo', sino que también querían avivar los prejuicios de Pilato, para que lo condenara a muerte puesto que pertenecía a un nido de rebeldes.

Estaban equivocados, sin embargo, en las consecuencias de su plan, pues la atención de Pilato fue captada directamente por la palabra "Galilea". Esa provincia no estaba directamente bajo su autoridad; estaba bajo el dominio del tetrarca Herodes Antipas, y, por tanto, pensó para sí: "puedo matar dos pájaros de un tiro: puedo desembarazarme de este problemático asunto si envío a este prisionero a Herodes, y, también, puedo complacer grandemente al rey mostrándole esta deferencia."

Pilato había reñido con Herodes, y ahora, guiado por un propósito egoísta, resolvió restablecer la amistad, pretendiendo una gran deferencia hacia los poderes soberanos de Herodes, mostrada al enviarle a uno de sus súbditos para que fuese juzgado por él. Pilato, por tanto, preguntó: "¿es este hombre un galileo?", y cuando le dijeron que en efecto lo era -pues era galileo según la opinión común ya que Su nacimiento en Belén había sido intencionalmente ignorado-, entonces Pilato ordenó de inmediato que fuera enviado a Herodes, ya que se encontraba en su palacio de Jerusalén asistiendo al festival de la Pascua.

Vean, entonces, hermanos míos, a nuestro divino Maestro siendo conducido a través de Jerusalén en Su tercera marcha de aflicción. Primero, fue llevado del huerto a la casa de Anás; luego fue conducido a lo largo de las calles, desde la casa de Caifás al pretorio de Pilato, y, ahora, por órdenes de Pilato, una tercera vez es llevado por la turba airada de sacerdotes, a través de las calles, hasta el palacio de Herodes, para aguardar allí su cuarto interrogatorio.

Algunos de los antiguos escritores se complacen en señalar que como hubo cuatro evangelistas para honrar al Señor, así también hubo cuatro jueces para avergonzarlo: Anás y Caifás, Pilato y Herodes. Pisamos un terreno más firme cuando observamos, con la iglesia primitiva, la coalición de los paganos y de los judíos: "Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera."

En esta mañana voy a esforzarme por exponer esta porción del triste relato, bajo dos encabezados que serán: Herodes ante Jesús, y Jesús ante Herodes.

I. Primero quiero llamar su atención a: HERODES ANTE JESÚS, porque han de saber algo de su carácter y algo del significado de sus preguntas, antes de que puedan entender correctamente la aflicción que provocaron a Jesús, nuestro Señor y Maestro.

Este Herodes Antipas era hijo del viejo Herodes el Grande, que había ordenado la matanza de los niños de Belén, esperando destruir al Rey de los Judíos. Él era una astilla del viejo tronco, pero era todavía varios grados más perverso que su progenitor. No había en él nada de la grandeza de su padre: había la misma mala disposición, pero sin el valor y la decisión. En algunas cosas no sobrepasaba a Herodes, pero en ciertos puntos era una persona más despreciable. Herodes el Grande puede ser llamado un león, pero nuestro Señor, muy descriptivamente, llamó a este inferior Herodes: una zorra, diciendo: "Id, y decid a aquella zorra." Él era un hombre de hábitos disolutos y mente frívola; estaba en gran manera bajo la influencia de una mujer perversa, que destruyó cualquier escaso bien que pudiera haber habido en él: era un amante del placer, un amante de sí mismo, depravado, débil y frívolo en sumo grado. Casi estoy renuente a llamarlo un hombre, por lo que sólo le llamaremos: tetrarca.

Este despreciable tetrarca había estado expuesto a influjos religiosos. Todos estos Herodes habían sentido en algunas épocas la influencia de la religión en mayor o menor grado, aunque de ninguna manera fueron beneficiados por ella. Las impresiones provocadas por Juan en la conciencia de Herodes, no duraron mucho tiempo. Al principio fueron poderosas y prácticas, pues se nos informa que: "Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo, y le guardaba a salvo; y oyéndole, se quedaba muy perplejo, pero le escuchaba de buena gana."

Yo supongo que Herodes reformó muchos asuntos de su reino, y se desprendió, tal vez, de algunos de sus vicios más ruines; pero cuando por fin Juan comenzó a denunciarlo por haber tomado a la mujer de su hermano para que fuera su amante, -cuando todavía vivía su hermano- arrojó en prisión a quien lo reprendía, y luego ustedes recuerdan cómo, con renuencia, Herodes decapitó a Juan en prisión para agradar a su amante.

Fíjense en esto: probablemente no exista un personaje viviente más peligroso que un hombre que haya estado sujeto a influencias religiosas, al punto de ser materialmente afectado por ellas, y que, sin embargo, escapó y desechó todo temor de Dios. Despreció a su conciencia tan violentamente, que a partir de entonces conoce pocos escrúpulos. En un hombre así se cumple lo dicho por nuestro Señor: "Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero."

La mente de Herodes Antipas estuvo en la condición del aposento que había sido barrido y adornado, pues su vida había sido de alguna manera reformada, pero el espíritu inmundo, con los otros terribles siete espíritus, regresó a su vieja guarida y ahora era sobremanera peor de lo que hubo sido alguna vez antes. El perro volvió a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno.

Este Herodes era un idumeo, es decir, era uno de los descendientes de Esaú, un edomita, y aunque públicamente se había vuelto judío, la vieja sangre permanecía en él, según está escrito en lo concerniente a Edom, "Persiguió a espada a su hermano, y violó todo afecto natural." El verdadero Jacob estaba delante de un tetrarca que era de la simiente de Esaú, profano y mundano como su ancestro, y escasa fue la compasión que recibió. Esaú descendía de Abraham según la carne, pero con Jacob fue el pacto según el espíritu: no presagia ningún bien para la simiente espiritual cuando queda, aunque sea por un instante, bajo el poder de la simiente carnal. Vemos cómo el hijo de la carne se dedica a burlarse, mientras que el hijo según la promesa es llamado a practicar la paciencia.

Herodes se encontraba en tal estado mental, que me proporciona un carácter típico que puedo usar para la instrucción y amonestación de todos ustedes. Es un tipo de algunos que vienen frecuentemente a este Tabernáculo, y que van ocasionalmente a otros lugares de adoración; personas que una vez se encontraron bajo impresiones religiosas, y no pueden olvidar que así estaban, pero que nunca estarán bajo ninguna influencia religiosa otra vez. Ahora han sido endurecidos a una vana curiosidad: desean saber acerca de todo lo que ocurre en la iglesia y en el reino de Cristo, pero están extremadamente lejos de preocuparse por formar parte y ser porción de ellos. Están poseídos de una vana curiosidad que quisiera levantar la tapa de oro del arca, y deslizarse detrás del velo. Ellos quieren compilar todas las absurdas historias que son contadas acerca de los ministros y revender todos los singulares comentarios hechos alguna vez por los predicadores a lo largo de los siglos. Ellos conocen con certeza todos los chismes de las iglesias, pues se alimentan de los pecados del pueblo de Dios, de la misma manera que comen pan. No es probable que su conocimiento de las cosas religiosas sea de alguna utilidad para ellos, pero siempre lo buscan con avidez; la iglesia de Dios es su salón, el servicio divino es su teatro, para ellos los ministros son como actores y el propio Evangelio es algo así como una parte de la utilería teatral. Son una especie de atenienses religiosos, que pasan su tiempo entregados a oír algo nuevo: esperando que tal vez oigan algún singular e inesperado sermón, que puedan revender al menudeo en la siguiente reunión con sus amigos para despertar una carcajada. Para ellos toda la predicación es una farsa, que, hinchada con unas cuantas falsedades de su propia cosecha, se convierte en una diversión para ellos, y los lleva a ser considerados como sujetos muy divertidos. Que vean a Herodes, y vean en él a su líder, el tipo de lo que realmente son o de lo que pronto serán.

Primero, veamos a la vana curiosidad en su mejor actuación. Miren aquí, señores, y luego mírense en un espejo y detecten la semejanza. Para comenzar, encontramos que la curiosidad de Herodes había sido estimulada porque había oído muchas cosas concernientes a Jesús. ¿Cómo llegó a oír acerca de Él? Sus grandiosas obras eran materia de conversación común entre la gente: toda Jerusalén resonaba con las noticias de Sus milagros y de Sus portentosas palabras. Herodes, un convertido a la fe judaica, como de hecho lo era, se interesaba en cualquier cosa que pasara entre los judíos, y con mayor razón si tenía relación con su reino, pues el recelo que despertó el enojo de su padre, no estaba del todo ausente en su hijo.

Sin duda, también había oído acerca de Cristo por parte de Juan. Juan no le predicaría mucho a Herodes sin que usara su propio texto grandioso "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." Estoy seguro de que, aunque Juan era un predicador de justicia, no había dejado de ser el heraldo del Salvador que venía, y así, de los severos labios del gran Bautista, Herodes habría oído acerca del Rey de los Judíos, y algo relativo a Su reino.

Cuando Juan murió, Herodes oyó todavía más acerca de Cristo, de tal forma que, maravillado por los hechos que estaban ocurriendo, dijo: "Este es Juan el Bautista, a quien yo decapité; ha resucitado de los muertos." Jesús se convirtió en una especie de pesadilla para su conciencia: estaba turbado y alarmado por lo que oía que el profeta de Nazaret estaba haciendo.

Además de eso, había una persona en su casa que sin duda conocía mucho acerca del Salvador; pues en la corte de Herodes estaba el esposo de una mujer que servía de sus bienes al Señor. El nombre de la dama era Juana, y su esposo era Chuza, el intendente de Herodes: yo supongo que era el mayordomo y administrador de su casa. Chuza pudo haberle proporcionado noticias frescas relativas a Jesús, y podemos estar seguros de que amplió sus averiguaciones, pues el temor del gran profeta estaba sobre él. De esta manera la curiosidad de Herodes había sido estimulada en cuanto a nuestro Señor Jesucristo durante un tiempo considerable, y anhelaba verlo.

Yo no lamento cuando esto le ocurre a alguno de mis lectores: me alegro mucho de que oigan algo acerca del Señor por parte de sus amigos, algo acerca de Él por parte de Sus ministros, y por parte de aquellos de nosotros cuya mayor gloria es que, aunque no somos dignos de desatar la correa de su calzado, todo nuestro oficio aquí abajo es clamar: "¡He aquí el Cordero de Dios!" Así que estos rumores, esta plática, estas amonestaciones habían engendrado el deseo en la mente de Herodes de que sus ojos se posaran en Jesús; hasta aquí todo va bien.

Con frecuencia hay hombres en estos tiempos que vienen a la casa de oración para oír al predicador; no porque quieran ser convertidos, no porque tengan alguna idea de volverse alguna vez seguidores de Jesús, sino porque han oído algo acerca de la verdadera religión que provoca su curiosidad, y quisieran saber de qué se trata todo eso; son aficionados a las curiosidades de la literatura, y también quieren estudiar las curiosidades de la religión, las rarezas de la oratoria, y cosas notables de tipo teológico.

Se dice de Herodes, como consecuencia de esta curiosidad, que se alegró de ver a Jesús. Se dice que "se alegró mucho". ¡Qué esperanzador es encontrarse en ese estado! ¿Acaso no podríamos esperar grandes cosas cuando un hombre ve a Jesús y se alegra mucho? Cuando leía este pasaje en privado, pensé: vamos, este lenguaje podría describir muy bien a un hijo de Dios; nuestro texto podría ser expresado adecuadamente en referencia a nosotros; permítanme leerlo línea por línea y comentarlo:

"Herodes, viendo a Jesús, se alegró mucho"; de igual manera se alegraron los apóstoles cuando Jesús se manifestó a ellos, pues está escrito, "Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor." ¿Qué otra visión puede proporcionar tal gozo a un verdadero creyente?

"Porque deseaba verle." ¿Acaso no estamos deseosos nosotros? ¿No está anhelando todo Su pueblo esa beatífica visión que constituirá su cielo a lo largo de toda la eternidad?

"Porque hacía tiempo que deseaba verle." Esto es también verdad en cuanto a nosotros: nuestros corazones están cansados de velar, y nuestros ojos han desfallecido por estar anhelante de la visión de Su rostro. "¿Por qué tarda?", clamamos. "Apresúrate, amado mío, y sé semejante al corzo, o al cervatillo, sobre las montañas de los aromas."

"Porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal." Esta, también, es nuestra esperanza: queremos ver y sentir algún milagro de la gracia: ya sea sobre nuestros ojos, para que sean abiertos; o sobre nuestras manos, para que podamos tener mayor poder en la obra del Señor; o sobre nuestros pies, para que corramos en los caminos de la obediencia; y especialmente sobre nuestros corazones, para que siempre seamos benévolos y tiernos, puros y agraciados, para sentir la mente de Dios.

Sí, estas palabras suenan muy bonito en verdad; mas, sin embargo, ustedes pueden ver que el significado no era el espiritual y elevado que uno les asignaría, sino el bajo y rastrero que era todo lo que Herodes podría alcanzar.

Herodes "se alegró mucho"; pero se trataba de una alegría frívola, porque esperaba que ahora su curiosidad se viera satisfecha. Tenía a Jesús en su poder, y esperaba oír ahora algo de la oratoria del profeta de quien los hombres decían: "¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!" Esperaba ver obrar un milagro a aquel de quien el testimonio era: "Bien lo ha hecho todo." ¿Acaso no podría el gran profeta ser inducido a multiplicar los panes y los peces? ¿No podría tal vez persuadirlo a que curara a algún mendigo ciego, o hacer que algún cojo saltara como una liebre? ¿Acaso un milagro no proporcionaría un raro júbilo para el palacio de Herodes, y no causaría una nueva sensación en el desgastado libertino? Si, por ejemplo, un cadáver fuese desenterrado, y Jesús lo restaurara a la vida, sería algo digno de comentarse cuando el rey disfrutara de la siguiente borrachera con Herodías y la gente de su calaña. ¡Cuando cada uno estuviera tratando de superar al otro en el relato de extrañas historias, Herodes los superaría a todos!

En este estilo, mucha gente viene a oír el evangelio. Quieren tener una anécdota propia acerca de un notorio predicador, y si no ven algo ridículo o si no oyen algo impactante, inventarán una historia, y jurarán que la oyeron y la vieron, aunque la mentira pudiera atragantarlos. Actúan así porque vienen a oír sólo para nutrir su hambrienta curiosidad. Nadie lleva esto a tal extremo como aquellos que una vez sintieron una medida del poder de la palabra de Dios, pero la arrojaron con una sacudida. Estos son los burladores cuyas ataduras se aprietan más; estos son los haraganes que convierten incluso el testimonio del Señor en alimento para su diversión. Sin embargo, al primer vistazo, hay algo que parece muy esperanzador acerca de ellos, y nos place que exhiban tal gozo cuando Cristo es expuesto delante de ellos.

Una señal negativa en cuanto a Herodes fue el hecho de que su conciencia se había adormecido después de haberle remordido por un tiempo. Por un breve período, Herodes había estado temeroso de Jesús, y temblaba por miedo de que Juan hubiese resucitado de los muertos; pero el miedo se había aplacado y la superstición había cedido ante su escepticismo saduceo. Esperaba que Jesús hiciera algo maravilloso en su presencia; pero había perdido todo miedo al Justo y Santo.

Herodes era un hombre de una mente vana: mandó matar al día siguiente al hombre que el día anterior temió, y al que recibía con alegría lo despedía con escarnio. No le quedaba a Herodes ningún sentimiento hacia Jesús excepto la sed de ver algo nuevo, el deseo de ser asombrado, las ansias de ser entretenido.

Me parece verlo ahora sentado en su trono, expectante de presenciar prodigios como un buen hombre frívolo que era. "¡Ahora veremos", -se decía- "ahora veremos lo que veremos! Tal vez se liberará utilizando la pura fuerza; si caminó sobre el mar, probablemente volará por los aires. Tal vez se volverá invisible, y así pasará por en medio de los principales sacerdotes. He oído que muchas veces, cuando querían apedrearle o despeñarle desde la cumbre de un monte, Él se alejaba pasando por en medio de ellos: tal vez haga lo mismo esta mañana." Allí está sentado el astuto príncipe, conjeturando cuál iba a ser el portento, considerando incluso las manifestaciones del poder divino como meros trucos de un artista del espectáculo, o ilusiones de un mago.

Cuando Jesús fue presentado delante de él, comenzó a hacerle preguntas: "Y le hacía muchas preguntas." Me alegra que las preguntas no estén registradas: no nos podrían haber hecho ningún bien; y, además, nuestros modernos Herodes son grandes maestros de ese arte en nuestros días, y no necesitan que nadie les enseñe. No necesitamos que nos proporcionen viejas argucias y preguntas, pues la provisión corresponde a nuestros requerimientos. Los necios pueden hacer más preguntas en diez minutos de las que los sabios son capaces de responder en cincuenta años. Yo digo que no necesitamos las viejas preguntas, pero me atrevería a decir que serían preguntas de este tipo: "¿eres Tú ese Rey de los judíos a quien mi padre procuró matar? ¿Cómo llegaste a ser un nazareno? ¿Has sido un taumaturgo, o todo eso es más bien prestidigitación o nigromancia? Juan me habló de Ti; ¿lo engañaste o es verdad? ¿Has resucitado a los muertos? ¿Puedes sanar a los enfermos?" Procurando provocarlo a realizar un milagro a lo largo de todo ese proceso, expuso dudas y disputó descuartizando volublemente los términos de la lógica, pues el texto menciona sugestivamente 'muchas preguntas'.

Los curiosos en materia de religión son generalmente muy propensos a hacer preguntas; no que necesiten a Cristo, no que necesiten el cielo, no que necesiten el perdón del pecado, no que necesiten nada bueno; pero aun así, querrían saber todo aquello que sea oscuro y misterioso en teología; querrían tener una relación de las dificultades de la fe, un catálogo de las curiosidades de la experiencia espiritual. Algunos hombres coleccionan helechos, otros son expertos en escarabajos, y estas personas fisgonean en la vida de la iglesia, en sus doctrinas, en sus empeños, metas, y debilidades, y especialmente en estas últimas. Podrían escribir un libro sobre la Inglaterra ortodoxa y la Inglaterra heterodoxa, y reflexionar con unción sobre extravagancias mentales. Les proporciona algo nuevo e incrementa su acopio de información y por eso no escatiman preguntas fisgonas, pues ellos quisieran analizar el maná del cielo, y destilar las lágrimas de Cristo: nada es sagrado para ellos; ponen a la Escritura en el potro del tormento, y cavilan sobre las palabras del Espíritu Santo.

De esta manera he presentado a la vana curiosidad en su mejor actuación. Ahora prosigamos y veamos cómo trató Jesús esta curiosidad, considerándola bajo el encabezado: LA VANA CURIOSIDAD DECEPCIONADA. "Y le hacía muchas preguntas, ¡pero él nada le respondió!" Si Herodes hubiera querido creer, Jesús habría estado muy dispuesto a instruirlo; si Herodes hubiera poseído un corazón quebrantado, Jesús se habría apresurado a vendarlo con tiernas palabras; si Herodes hubiera sido un buscador genuino, si sus dudas hubieran sido sinceras y verdaderas, el Testigo fiel y verdadero, el Príncipe de los reyes de la tierra habría estado encantado de hablar con él.

Pero Jesús sabía que Herodes no quería creer en Él y que no tomaría su cruz ni le seguiría; y, por tanto, no desperdiciaría palabras en un libertino sin alma y sin corazón. ¿Acaso no les había dicho a Sus propios discípulos: "No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos"? Él veía en este hombre a un ser tan ruin, astuto, cobarde y cruel, que lo catalogó como una zorra que había que dejar tranquila más bien que como una oveja perdida que había que buscar. Él era un árbol dos veces muerto y desarraigado. Todo lo que el Maestro hizo fue guardar un absoluto silencio en su presencia; y, sin importar lo que le preguntara, "Él nada le respondió".

Observen, hermanos míos, que nuestro Señor Jesucristo no vino a este mundo para ser un actor: no dejó Su gloria para ganarse la sorprendida aprobación de los hombres; y puesto que Herodes lo consideraba como un mero hacedor de milagros, y quería convertir su corte en un teatro en el que Jesús fuese el actor principal, nuestro Señor, muy sabiamente, guardó silencio y no hizo nada.

Y algunas veces Sus ministros serían sabios si guardaran silencio también. Si saben que los hombres no tienen deseos de aprender, que no tienen ningún anhelo o aspiración espiritual, yo digo que serían sabios si se quedaran completamente callados.

Algunas veces he admirado a George Fox, quien, en una ocasión, cuando la multitud se hubo reunido a su alrededor esperando que predicara algún sermón ardoroso, se quedó callado por espacio de dos horas, mientras la muchedumbre clamaba pidiéndole que hablara. No consiguieron ni una palabra de él. Dijo que quería que pasaran hambre de palabras, pues palabras era lo único que querían, y no el poder del Espíritu. Probablemente recordaron su silencio mejor de lo que habrían recordado su más vehemente sermón. Algunas veces el silencio es todo lo que los hombres merecen, y lo único que con alguna probabilidad los conmovería. Como el Señor Jesús no era un actor, no complació a Herodes, y no le respondió ni una sola palabra.

Además, han de recordar que Herodes ya había silenciado a la Voz, y no han de sorprenderse de que no pudiera oír la Palabra. Pues, ¿qué era Juan? Él dijo: "Yo soy la voz del que clama en el desierto." ¿Qué era Jesús sino la Palabra? A quien silencia la Voz muy bien le puede ser denegada la Palabra. ¿No había sido conmovida su alma superficial -yo estaba a punto de decir hasta sus profundidades- a las profundidades que hubiera? ¿No había sido amonestado por uno de los más grandes de los hijos de los hombres? Pues entre los nacidos de mujer no se había levantado uno más grande que Juan el Bautista. ¿No había brillado directamente a sus ojos una luz ardiente y resplandeciente? Y si él rehusó oír al más grande de los hijos de los hombres, y rehusó ver la luz más brillante que Dios hubiera encendido entonces, no era sino correcto que el Salvador le denegara incluso un rayo de luz, y dejara que pereciera en las tinieblas que él mismo se había fabricado.

Ah, señores, ustedes no pueden desdeñar las impresiones religiosas con impunidad. Dios no lo considera una nimiedad. Uno que haya sido alguna vez conmovido en su alma y haya desechado la palabra celestial, muy bien puede temer que se diga de él: "No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre. Efraín es dado a ídolos; déjalo."

¿No debería alguna conciencia aquí presente, -si tuviese aunque fuese un poco de vida- ser alarmada por el recuerdo de sus anteriores rechazos del Evangelio, de sus frecuentes sofocamientos del Espíritu, de sus repetidos pisotones sobre la sangre de Jesús? Si Dios no te habla otra vez por la vía de la misericordia, no tienes ningún derecho de esperar que lo haga; y si desde este día hasta el día del juicio, el Señor no te diera otra palabra de misericordia, ¿quién podría decir que has sido tratado duramente? ¿No lo has merecido de Sus manos al igual que lo mereció Herodes?

Además, recuerden que Herodes habría podido oír a Cristo anteriormente cientos de veces, si hubiese querido hacerlo. Jesús podía ser encontrado siempre por aquellos que deseaban escucharlo. Él no se desplazaba a hurtadillas en Galilea, ni sostenía conciliábulos secretos y encubiertos. Siempre hablaba en las sinagogas y Herodes habría podido ir allí; Él hablaba en las calles o en las orillas del mar, o en las faldas de los montes, y Herodes habría podido ir allí. Jesús estaba valerosamente delante del pueblo, y Su enseñanza era pública y libre; si Herodes hubiera deseado oírle, habría podido hacerlo incontables veces: por lo tanto, habiendo despreciado todas aquellas oportunidades, el Salvador no le proporcionaría otra ahora, que trataría de la misma manera. Él no le responde nada, y al hacer esto, le responde terriblemente.

Tengan cuidado de no desperdiciar las oportunidades. Queridos lectores, tengan cuidado de cómo desperdician los domingos. Podría llegar un día cuando querrían dar mil mundos por otro domingo, pero les será denegado. Podría llegar un día cuando estarían dispuestos a entregar toda su riqueza para tener otra invitación para venir a Cristo, pero les será denegada: pues deberán morir, y la voz de la misericordia no resonará otra vez a sus oídos. Aquellos que no quieren cuando pueden, no podrán cuando quieran. Muchos tocarán después de que el Señor de la casa se hubiere levantado y hubiere cerrado la puerta; pero cuando Él cierra, ningún hombre abre. La puerta fue cerrada para Herodes.

Observen que nuestro Señor tenía una buena razón para rehusar hablar con Herodes esta vez, en adición a las razones ya mencionadas; y consistía en que Él no quería que se supusiera que había cedido a la pompa y dignidad de los hombres. Jesús nunca rehusó una respuesta a la pregunta de un mendigo; pero no complacería la curiosidad de un rey. Herodes sueña que tiene el derecho de hacer cualesquiera preguntas impertinentes que se le ocurriera inventar; pero Jesús no sabe nada de los derechos de los hombres en una materia así: para Él cuenta únicamente la gracia, y para Él el príncipe sobre el trono no es una pizca mejor que el campesino en su casucha, y, así, cuando Herodes, en todo su orgullo y gloria, está completamente seguro de que Cristo le rendirá deferencia y, tal vez, lo adule para ganar su favor, Jesús no le hace caso. Él no quiere nada con el asesino de Juan el Bautista. Si Herodes hubiera sido el más pobre y más despreciable leproso de toda Judea; si hubiera sido el más humilde mendigo de la calle, que fuera cojo o ciego, su voz habría sido escuchada de inmediato por el Señor de misericordia; pero Él no iba a responder al príncipe que espera un homenaje de Sus manos, ni alimentaría los vanos deseos de un réprobo taimado. ¿Qué favor querría de la mano de Herodes? Él no había venido para ser liberado; Él había venido para morir, y por eso puso Su rostro como un pedernal, y, con un valor heroico, no le responde ni una sola palabra.

Ahora, entonces, han visto a la frívola curiosidad en su punto de mayor lucimiento, y la han visto decepcionada, como generalmente lo está hasta este día. Si la gente viene para oír el Evangelio motivada por esta frívola curiosidad, usualmente se retira diciendo: "realmente no veo nada en él. No hemos oído nada elocuente, nada profundo, nada extravagante." Precisamente así es; no hay nada en el Evangelio para complacer a los voluptuosos, aunque hay todo para bendecir a los pobres. Jesús no le respondió nada a Herodes, y no les responderá nada a ustedes si son de la misma calaña de Herodes. La sentencia para los frívolos es que no reciban ninguna respuesta del Evangelio: ni las Escrituras, ni el ministerio, ni el Espíritu de Dios, ni el Señor Jesús hablarán con ellos.

¿Cuál fue el resultado de esta desilusión en Herodes? La vana curiosidad se condensa y se torna en escarnio. Piensa que el hombre es un tonto, si no es que un idiota, y se lo dice, y comienza a burlarse de él. Con sus soldados comienza a mofarse de él, y a "menospreciarle", que significa abatirlo a la nada. Llama a sus soldados y les dice: "miren a esta criatura: Él no responde una sola palabra a lo que le digo: ¿está privado de sus sentidos? Despiértenlo y vean." Entonces ellos se mofan y se ríen y se burlan y le menosprecian. "Tengo una idea" -dice Herodes- "¡Él dice que es un rey! Traigan mi blanca ropa relumbrante y póngansela: lo investiremos de rey." Y así lo cubrieron con esa ropa, y otra vez se agolparon sobre Él, ultrajándolo.

¿No fue extraño que lo vistieran con un espléndido manto de un blanco deslumbrante? Los escritores medievales se complacían en reflexionar sobre el hecho de que Herodes vistió de blanco a nuestro Señor y después Pilato lo vistió de púrpura. ¿Acaso no es Él el Lirio del valle y la Rosa de Sarón? ¿Acaso no es incomparablemente blanco por Su inocencia, y también gloriosamente rojo en Su sangre expiatoria?

Así, en su propio escarnio, ellos nos exponen inconscientemente tanto Su santidad inmaculada como Su majestuosa realeza. Cuando le hubieron insultado hasta la saciedad, lo enviaron de regreso a Pilato, pateándole a su antojo desde los pies a la cabeza, como si fuese una pelota de fútbol para su diversión. Entonces nuestro Señor completó Su cuarta procesión dolorosa a través de las calles de la ciudad por la que había llorado.

Eso es lo que, a la larga, hacen con Cristo los holgazanes; en su desilusión se cansan de Él y de Su Evangelio, y claman: "fuera con Él; no hay nada en Él, nada de lo que buscábamos, nada que satisfaga la curiosidad, nada sensacional; llévenselo." Y Jesús se aleja para no regresar nunca; y ese es el fin de Herodes, y el fin de muchísimas personas más.

II. Mi tiempo casi se ha agotado; pero sean indulgentes conmigo mientras por unos cuantos minutos procuro exponer a JESÚS EN LA PRESENCIA DE HERODES. Aunque no se registran golpes, yo cuestiono seriamente si nuestro Divino Maestro sufrió en alguna otra parte más de lo que sufrió en el palacio de Herodes. Ustedes y yo, tal vez, captemos más fácilmente el dolor de los sufrimientos más notorios cuando le azotaron y cuando tejieron la corona de espinas y la pusieron sobre Su cabeza, pero la mente delicada y sensible de nuestro Señor, posiblemente, fue más afectada por lo que sufrió en el palacio de Herodes que por la tortura más despiadada.

Pues, primero, he aquí un hombre totalmente entregado a la salvación de nuestras almas, y en medio de Su dolorosa pasión, es considerado como un charlatán y un simple actor, de quien se espera que obre un milagro para diversión de una corte impía. Cómo le hiere a un hombre sincero en lo más vivo cuando descubre que, sin importar lo que haga, la gente no simpatiza con él en sinceridad, sino que critican fríamente su estilo, o remedan sus modales, o admiran sus expresiones como asuntos de gusto literario.

Quebranta tu corazón cuando tu ardor te hace olvidar tu yo, sólo para descubrir que otros están fijándose en bagatelas, convirtiendo tus esfuerzos en una especie de espectáculo. El Cristo debe de haberse sentido herido en Su propia alma cuando fue tratado como un mero actor, como si hubiese dejado el seno del Padre y estuviese a punto de entregarse a la muerte, y sin embargo, estuviera tratando de divertir y asombrar.

Yo sé cómo entristece a los siervos de mi Señor cuando predican entregando su corazón para llevar a los hombres al arrepentimiento, y el único resultado es provocar el comentario de que "sus argumentos fueron muy sorprendentes, y esa patética pieza fue muy buena." Hay una espina en tales palabras gélidas que penetra más profundamente que la corona de espinas: la horrible indiferencia golpea como el látigo romano.

¡Luego pensar que nuestro Señor es interrogado por un majadero como Herodes! Un hombre de un alma sincera e intensa, viviendo únicamente para una cosa que era la redención de la humanidad, está aquí siendo afligido por las necias preguntas de un hombre del mundo. ¿Se han encontrado alguna vez en una agonía de dolor corporal, y reciben la visita de alguna persona frívola que comienza a torturarlos con las mayores sandeces y contrasentidos? ¿Acaso no han sentido que sus locuacidades eran peores que el dolor?

Debe de haber sucedido lo mismo con Jesús. Cuando lo ridículo interroga a lo sublime, el resultado es la calamidad. Con el sudor sangriento todavía húmedo sobre Su frente, y con la maldita saliva afeando todavía Su bendito rostro, el Varón de dolores debe ser torturado por las estupideces de un holgazán sin corazón. Con Su corazón aplastado por un sentido de la terrible pena del pecado, el grandioso Sustituto de los pecadores debe ser molestado por la mezquina palabrería y las impúdicas burlas de los seres más ruines de la humanidad. Resolviendo eternos conflictos, y edificando un templo eterno para el Dios viviente, Él ha de ser vituperado por un jactancioso tetrarca, atormentado y torturado por necias preguntas únicamente adecuadas para ser formuladas a un charlatán. Nosotros creemos que la propia cruz no fue un peor instrumento de tortura que la lengua altiva de este monarca corrompido.

Entonces el cinismo de todo este asunto debe de haber torturado a nuestro Señor. Todos ellos se agolparon a Su alrededor con su ronca risa y sus soeces burlas. Se ha convertido en refrán y motivo de burla para ellos. Cuando estás contento puedes disfrutar tu júbilo; pero cuando el corazón está triste, la risa es repugnantemente discordante y agrava tu dolor. Ahora este se ríe y luego aquel se burla mientras que un tercero saca la lengua y todos ellos están estrepitosamente joviales. En armonía todos ellos lo están ninguneando, aunque, con terrible determinación, Él está levantando al mundo fuera del pantano del desaliento, y colgándolo en su lugar entre las estrellas de la gloria de nuevo. Jesús estaba ejecutando tareas más que hercúleas, y estos seres insignificantes, como tantos tábanos y mosquitos, le estaban picando. Las cosas pequeñas son grandes como instrumentos de tortura, y estos seres indignos hicieron lo más que pudieron para atormentar a nuestro Señor. ¡Oh, la tortura del espíritu del Señor!

Recuerden que no fue una pequeña aflicción para nuestro Señor permanecer callado. Ustedes me dirán que se muestra majestuoso en Su silencio. Eso es correcto; pero el dolor de ello fue agudo. ¿Puedes hablar bien? ¿Te encanta hablar para el bien de tus semejantes, y sabes que cuando hablas, muy a menudo tus palabras son espíritu y son vida para aquellos que te escuchan? Sería muy duro sentirse obligado a rehusarles una buena palabra. No se imaginen que el Señor despreciaba a Herodes como Herodes despreciaba al Señor. ¡Ah, no! La piedad de Su alma se prodigaba hacia esa pobre criatura frívola que necesitaba divertirse con los sufrimientos del Salvador, y tratar al Hijo del Altísimo como si fuese un bufón de la corte que debe actuar frente a él. El infinito amor del Salvador le estaba quebrantando el corazón, pues Él anhelaba bendecir a Su perseguidor, y sin embargo, no debe hablar, ni expresar ninguna palabra de advertencia. Es cierto que había poca necesidad de palabras, pues Su sola presencia era un sermón que debía haber derretido a un corazón de piedra; mas, sin embargo, le costó al Salvador un portentoso esfuerzo mantener cerradas las puertas de las aguas, y retener los torrentes de Su santo discurso, que habrían fluido en argumentaciones compasivas. Él debía estar callado; pero la angustia de ello difícilmente la puedo exponer.

Algunas veces, que se le permita a uno decir una palabra es el mayor consuelo que se pudiera recibir. ¿Nunca se han encontrado en tal estado que si pudiesen clamar, habría sido un alivio para ustedes? ¡Qué angustia, entonces, verse forzado a ser como un hombre mudo! ¡Qué aflicción verse forzado a estar callado con todos estos burladores a Su alrededor, y sin embargo, tener compasión de todos ellos! Como un hombre que siente compasión de una mariposa nocturna que vuela hacia la llama de una candela y no quiere ser liberada, así nuestro Señor tenía compasión de estas criaturas. Qué triste que se pudieran divertir con su propia condenación, y arrojar la salvación de Dios al suelo, y hollarla como los cerdos hollan sus algarrobas. ¡Oh, eso afligía el corazón del Señor: le conmovía hasta el propio centro de Su alma!

Piensen en el supremo desprecio que fue arrojado sobre Él. Yo no juzgo que esta haya sido la más amarga de Sus aflicciones, pues Su desprecio era un honor para Él; sin embargo, era un ingrediente de Su copa mezclada de ajenjo y hiel, que lo despreciaran tanto como para cubrirlo de un blanco manto, y escarnecer Su dignidad real, cuando de esa dignidad real pendía su única esperanza.

Entonces Herodes con sus soldados "le menospreció", es decir, lo rebajaron a nada, y se burlaron y se rieron de Él, y si no había nada incluso acerca de Su condición de hombre que pudieran respetar, inventaron formas por las cuales podían derramar escarnio sobre Él.

Lucas es el Evangelio del hombre; si quieren leer acerca de Jesús en Su humanidad, lean a Lucas; y allí verán cómo Su propia humanidad fue hollada en el cieno por estas criaturas inhumanas, que encontraban su deleite en despreciarlo.

Vean, entonces, a su Señor y Maestro, y permítanme hacerles dos o tres preguntas. ¿No piensan que este silencio peculiar de Jesús era una parte de Su angustia, en la que estaba soportando el castigo por los pecados de ustedes de la lengua? ¡Vamos, vamos! Redimidos del Señor, ¡cuán a menudo han abusado de su lenguaje por el uso de palabras licenciosas! Cuán a menudo hemos expresado palabras murmuradoras, palabras altivas, palabras falsas, palabras de desprecio a las cosas santas; y ahora nuestros pecados de la lengua están cayendo todos sobre Él, y Él debe quedarse callado allí y soportar nuestro castigo.

¿Y no es posible que cuando le pusieron la ropa espléndida, no estaba cargando Él con sus pecados de vanidad, sus pecados de la moda y del orgullo, cuando ustedes se hicieron gloriosos de contemplar, y se cubrieron con ropas espléndidas y vestidos deslumbrantes? ¿Acaso no saben que estas cosas son su vergüenza? Pues si no hubiesen tenido ningún pecado, no habrían necesitado ninguno de estos pobres harapos; ¿y no podría el Cristo, vestido de blanco y púrpura, estar cargando con sus pecados de insensatez? ¿Y no piensan que cuando estaban reduciéndolo a nada y escarneciéndolo, estaba entonces llevando nuestros pecados cuando nosotros lo menospreciamos: nuestras palabras de aversión y de irrisión cuando, tal vez, en nuestros día de impiedad, también nos divertíamos con las cosas santas y nos burlábamos de la palabra de Dios? Vamos, yo creo que así fue, y yo les pido que lo miren, y digan al verlo así allí: "después de todo no es Herodes; es mi lengua, mi vanidad, mi juego con las cosas santas, lo que le causó esta sutil tortura. Señor Jesús, sé mi sustituto, haz que todas estas transgresiones mías sean quitadas de una vez por todas por Tu meritoria pasión."

Finalmente, leemos que Herodes y Pilato se hicieron amigos a partir de aquel día, y yo en verdad espero que si hay algunas personas aquí que sean cristianas de sincero corazón, y que hayan tenido cualquier tipo de animadversión de unos para con otros, que consideren una gran vergüenza que Herodes y Pilato sean amigos, y que dos de los seguidores de Jesús no fueran amigos frente al espectáculo del Señor sufriente. En cuanto a esas dos zorras, Pilato y Herodes, fueron juntadas cola con cola por nuestro grandioso Sansón.

Nuestro Señor ha sido con frecuencia un punto de unión para hombres perversos, no por Su intención y propósito, sino debido a que se han unido para oponérsele. He sonreído a menudo en mi corazón al ver cómo la superstición y el escepticismo marchan juntos cuando están ansiosos de oponerse al Evangelio. Entonces el saduceo dice: "dame tu mano, querido fariseo; tenemos un interés común aquí, pues este quiere trastornarnos a todos nosotros." El Evangelio es el enemigo mortal tanto del escéptico saduceo como del supersticioso fariseo, y así hacen a un lado sus diferencias para arremeter contra él. Ahora, entonces, si los malvados se unen delante de nuestro Señor Jesús cuando está vestido con el manto blanco, ¿no debería estar más unido Su pueblo, especialmente si recuerdan que Él dijo: "Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros."

Yo los exhorto por su reverencia para con Él, a quien llaman Maestro y Señor, que si tienen alguna diferencia de cualquier tipo con algún hermano cristiano, no permitan que se ponga el sol mientras no le hubieren puesto un fin por un sincero amor a Jesús. Que sea visto que Cristo es el grandioso unificador de todos aquellos que están en Él. Él quiere que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado, y Su oración es que seamos uno. Que el Señor oiga esa oración, y nos haga uno en Cristo Jesús. Amén.

 
 
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1 Corintios 1.21 Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.
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